martes, 16 de abril de 2013

ARMERO

Desde la orilla del río de la Magdalena hasta la zona de la tierra templada, en las faldas de la Cordillera Central, se hallaba extendido el municipio de Armero, con territorios planos y quebrados abarcando una extensión de 380 kilómetros cuadrados. El censo de 1938 había registrado un poco más de 14 mil habitantes pero en su cabecera residían 6.401 con una no muy notable diferencia entre mujeres y hombres, contabilizando aún los niños. Su mapa, con inclusión de ríos y de límites, era enseñado como tarea obligatoria en las escuelas y traduciendo las convenciones explicativas de sus carreteras y ferrocarriles, caminos de herradura y la ubicación de los corregimientos e inspecciones departamentales, al igual que algunos caseríos y sitios de importancia. Para entonces, 56 hectáreas  de solares y ejidos, eran terrenos por los cuales no se cobraba arrendamiento alguno en la antigua cabecera ubicada en Guayabal. 
Situada sobre una planicie, con una altura sobre el nivel del mar de apenas 321 metros, Armero, con una temperatura media de 27º centígrados, había comenzado a formarse por los años de 1895, creciendo con el nombre de San Lorenzo. Por los días en que el ferrocarril se prolongaba desde la Dorada hasta Ambalema, convertido en importante puerto de aquella maravilla del transporte, cobró un milagroso crecimiento gracias también a la llegada incansable de productos venidos de la rica comarca del Líbano, asentamiento extraordinario fundado por los que hicieron de la migración antioqueña la epopeya del hacha y de las mulas. Ocho años tenía de estatura el siglo que agoniza cuando se volvió de verdad por un decreto cabecera municipal, y en la celebración pomposa, evocando oficialmente un 20 de julio, de 1930, cambió su primitivo nombre del santo por el de un prócer de nombre José León Armero, fusilado por causa de la Independencia. Y aunque sus 830 casas aún estaban construidas en bahareque y la tradicional teja metálica que resplandecía con el sol, sus calles rectas y arborizadas, sus 4 escuelas y una iglesia levantándose en virtud a la ayuda de pequeñas festividades, comenzaban a conformar orgullosas el verdadero rostro de la comunidad. El hospital de aquellos años se daba el lujo de tener 50 camas disponibles y un centro de higiene con servicios de gota de leche y salacuna. Un comercio pujante que le daba en ocasiones la imagen de un mercado persa para algunos, hervía gratamente y las trilladoras de arroz, maíz, café, una desmotadora de algodón y además una fábrica de aceites y grasas vegetales formaban su concierto cotidiano. A corta distancia de la capital, nombre que gustaban decir los campesinos no sin un cierto orgullo cuando emprendían el viaje de compra de productos o su venta, se hallaba la granja agrícola experimental y el espectáculo de los fines de semana, un portentoso serpentario donde se producían sueros contra las mordeduras de ofidios venenosos. En los comienzos del año y a mediados, por junio, la feria semestral de ganados le imprimía un ambiente de fiesta en jornada continua, al igual que los sábados y domingos cuando gentes de casi todas las casas se desplazaban al encuentro con "la galería" en la búsqueda de su mercado semanal.